Naty Sánchez Ortega es Licenciada en Historia y escritora. Está especializada en el pensamiento y el arte de las culturas antiguas, sobre los que imparte cursos y conferencias a nivel divulgativo para acercar estos temas al gran público.
Hay ocasiones en las que vas a un museo como un turista sin rumbo. No buscas una obra concreta, sólo curioseas entre pasillos para contemplar lo que te ofrece. De pronto, tu mirada se detiene en una imagen que se apodera de ti, despertando un entusiasmo desbordado. La belleza del arte te ha capturado y quedas prisionera de un trozo de mármol.
Con una herida mortal, esta hija de Niobe nos ofrece su dolor eterno en El Museo Nacional Romano del Palazzo Massimo en Roma (nº 72274). Fue localizada en 1906 durante las excavaciones arqueológicas en los jardines de Salustio, donde quizás fue escondida intencionadamente en los últimos años de la Edad Antigua. El mármol griego acaricia nuestra mirada por su brillante e inagotable perfección, capaz de apresar al mismo tiempo la belleza y el dolor de una escena mitológica.
Esta obra excepcional ha olvidado el nombre de su autor; es poco probable que algún día sepamos quién desenterró de un fragmento de piedra a este ser etéreo, pero se cree que aconteció allá por el siglo V a.C. en un templo de la antigua Grecia. Cinco siglos más tarde pudo ser parte del botín de guerra que Augusto ordenó trasladar a la capital imperial, donde fue localizada a principios del siglo XX.
El mármol griego acaricia nuestra mirada por su brillante e inagotable perfección, capaz de apresar al mismo tiempo la belleza y el dolor de una escena mitológica.
Su perfil femenino fue dibujado atentamente en un gesto postrado y al borde del desequilibrio. Las manos de la joven abandonan sus ropajes para acudir prestas a su espalda, donde una flecha divina ha desgarrado su piel sedosa. ¿Quién perpetró el terrible ataque? Para entender la escena que nos ofrece debemos rescatarla de su ubicación actual y confiar en los estudios que sitúan su hogar original en el templo de Apolo de la ciudad de Eretria. Allí formó parte de las figuras que componían el mito completo de su familia. La desgracia cayó sobre ella y sus hermanas debido a que su madre, llamada Niobe, se había burlado de Leto por haber tenido sólo dos hijos, Apolo y Artemisa, envaneciéndose de su rica fertilidad. Su pecado de orgullo alcanzó tal desmesura que llegó a proclamar que era más digna de recibir ofrendas y culto que esta madre de dioses. Los gemelos divinos, para vengar la ofensa, decidieron demostrar a la esposa del rey Anfión que ni siquiera como reina de Tebas podía quedar disculpada de este exceso de soberbia: si se envanecía de su prole, su prole sería destruida. Los autores antiguos no son precisos al dar la cifra de hijos de Niobe, oscilando entre cinco y veinte, pero en cualquier caso murieron todos salvo dos. Apolo se encargó de matar a todos los varones de la pareja tebana, perdonando sólo al príncipe Amiclas, gracias a que Leto escuchó sus súplicas sinceras para no ser castigado por los errores de su madre. La diosa Artemisa, por su parte, acabó con todas sus hijas excepto con Melibea, quien fue famosa por la extraordinaria palidez que le provocó contemplar la venganza divina. Tiempo después se convirtió en la madre de Néstor, uno de los personajes importantes de La Ilíada de Homero.
La hija de Niobe conservada en Roma acaba de ser víctima de una flecha de Artemisa. En vano busca el modo de arrancarla de su espalda, reflejando su rostro una estática combinación de sorpresa, dolor, frustración, resistencia y a la vez resignación ante la muerte inminente. La belleza que exhala, sin embargo, sigue siendo clásica, suave y elegante, a medio camino entre las emociones humanas y la templanza divina. Su valor histórico, como mujer que pudo existir o no, ha sido vencido por la tradición legendaria y el arquetipo mítico, aunque en algún lugar de su rostro pervive la esencia de una mujer que inspiró al escultor en su obra.
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